La
niñez de Leonora --o Nora como prefiere que la llamen-- había transcurrido
entre cornucopias, columnas pintadas al estuco, amorcillos o querubines alados
que sostenían guirnaldas, tocaban la
trompeta, imponían silencio o iban armados con arcos de enamorar incautos.
Tampoco habían faltado espejos con enormes marcos de volutas doradas a la hoja,
máscaras venecianas ni pesados cortinajes que filtraban el mundo exterior y contribuían
a crear fuertes contrastes de luces y de sombras. En su casa ni siquiera los
baños se libraban de policromados y espejos ni de recipientes con elaboradas
formas para el jabón, los cepillos de dientes y los peines, e incluso había
colgadores sostenidos por amorcillos para las toallas. Tal era el clima de su
casa que cualquiera hubiera esperado abrir una ventana y encontrarse frente al
Arno, contemplando a la distancia el Ponte Vecchio, o ante un estrecho canal veneciano
por debajo de cuyo gracioso puente pasara, casi sin rozar el agua, una elegante
y romántica góndola. Pero no, las ventanas de aquel piso con veleidades de
palacio florentino daban a una calle céntrica y comercial de una capital de
provincia que en nada se parecía a una urbe renacentista. ¿A qué se debía, pues
todo ese despliegue de oropeles y formas voluptuosas? A la afición que tenía su
padre, escritor, por todo lo relacionado con el Renacimiento. Entrar en aquel
tercer piso de una casa antigua, sin ascensor, que él había comprado y
remodelado totalmente, era como abrir la primera página de una de sus novelas
de ambiente recargado y preciosista. Su padre había encarado toda su vida como
una de sus obras, por eso había decorado así su casa, por eso a ella, como si
de uno de sus personajes se tratara, le había puesto Leonora. Podrían haberla
llamado simplemente Leonor, o Nora; pero no, tenía que ser Leonora, un nombre
sonoro, evocador de otra época. Un nombre que en todos provocaba extrañeza y
hacía que los demás niños la miraran como a un bicho raro. Por eso ya en el
Instituto empezó a pedirle a todo el mundo que la llamara Nora y así decía
llamarse cuando se presentaba a alguien. Se sentía mucho más cómoda con ese
nombre, más corto, menos pretencioso.
Porque así era o quería ser ella: una chica normal. Quería
pasar desapercibida, conocer a gente normal, vivir una vida normal. Cuando terminó la carrera –Biología, una
carrera bien pegada a la vida, a la realidad-- y tuvo posibilidades de emanciparse,
se fue a vivir a Madrid, a un pequeño apartamento donde era feliz con sus
cuatro muebles comprados en Ikea y su cotidianeidad sin afeites ni
sofisticación. Eso era lo que ella entendía por independizarse, sacarse de
encima todo aquel agobio de formas y colores asfixiantes, todo ese ambiente
ficticio y estudiado que le pesaba como una losa, que la obligaba a comportarse
como un personaje, no como una persona. “No
dejes ese globo en el recibidor que no queda bien”; “Vete a jugar a tu habitación que lo
descolocas todo”… Toda la vida así, guardando las formas, manteniendo el
decorado intacto, tratando de no hacer
ruido porque “Papá está trabajando”, comiendo platos desabridos porque en casa
nunca había tiempo para preparar una comida como Dios manda. Claro, como su
padre estaba siempre enfrascado en sus libros y su madre era funcionaria y
estaba buena parte del día fuera de casa --ah, y además también escribía-- casi
no tenía tiempo para nada y a la hora de comer se improvisaba algo que
cumpliera estrictamente con el objetivo de alimentar y saciar el hambre. En su
casa se vivía no de la literatura sino de literatura, se pensaba en literatura,
se hablaba de literatura. Las cosas de la vida diaria eran superfluas y sólo se
tocaban cuando la realidad se imponía como una presencia perentoria e
inoportuna, cuando había que hacer la compra porque ya no quedaba nada en casa
o cuando llegaba una factura que no había dinero para pagar.
Se puede decir, pues, que Leonora había tenido una infancia
aburrida, solitaria. Por supuesto, no se podía traer niños a casa porque se
corría el riesgo de que lo destrozaran todo. Claro que a ella tampoco le
apetecía traer a nadie porque no quería que todo aquel despliegue alimentara
aún más su fama de bicho raro.
Sin embargo, muchas noches, antes de dormirse, cuando
los ruidos de la calle llegaban amortiguados y la luz de las farolas lograba
filtrarse tenuemente a través de las cortinas, se dejaba llevar en dorados
carruajes y asistía a bailes vestida con brocados o damascos, cubierta con
voluminosos tocados y calzada con delicados chapines de seda. En sus sueños
también había gentiles caballeros de aspecto un poco afeminado con sus calzones
acuchillados, sus ajustadas calzas y sus fantasiosos sombreros de terciopelo o
paño, adornados con plumas, cintas y piedras preciosas…
Ahora, todo aquello lo había dejado atrás. En los
últimos tiempos había hecho un curso de cocina, y en su pequeño apartamento
Leonora invitaba a sus amigos a comer y a compartir con ella la sencillez de su
vida. Trabajaba en un laboratorio y allí había conocido a otras personas muy
normales con las que había hecho buenas migas, a las que aceptaba como eran y
que también la aceptaban a ella como era. Es decir, la aceptaban en este papel
normal que se empeñaba en representar, porque nadie sabía nada de su infancia
ni conocía a sus padres que seguían en el “palacio florentino” dedicados a sus
quehaceres literarios. Nadie sabía que en un arcón guardaba libros de arte y
discos de música barroca que le gustaba escuchar a solas y con los cascos
puestos para que nadie la oyera. Era ésta una faceta de su vida que mantenía en
riguroso secreto.
Su primer novio, Daniel, era programador de
informática de su empresa. Le pareció un chico de lo más normal. Al principio
no le extrañó que le gustaran sólo las películas de artes marciales y los
videojuegos. Tampoco su entusiasmo desmedido cuando estrenaron la primera parte
de El señor de los anillos y la sorprendió con unas entradas para el
mismo día de la premier. Ella también
trató de aficionarse a esas cosas por tener algo que compartir. Incluso empezó
a jugar a videojuegos como Starcraft cuyas imágenes llenas de claroscuros y las
vestimentas propias de otra época la sorprendieron. Su asombro subió de punto
cuando Daniel la invitó a visitar su casa en la que no sólo había profusión de
videoconsolas y ordenadores, sino también de carteles y figuras de La guerra de las galaxias o de los
personajes de Tolkien, además de lámparas de fantasía con elaboradas formas y
hasta sillas inspiradas en la ambientación de las películas. El
sexo practicado en medio de todo aquello le producía una sensación extraña,
como si volviera a encontrarse en su habitación, en casa de sus padres, rodeada
de querubines alados y de pesados cortinajes. Como si intentando salir de una ficción se
hubiera metido en otro libro igualmente asfixiante. La relación duró seis meses
y ya le tardaba dejarlo.
Al segundo, Alejo, lo conoció en el curso de cocina.
Quería ser chef y poner un restaurante. Compartían el gusto por la buena cocina
y al principio se divertían preparando juntos platos muy apetecibles, pero
Alejo empezó a interesarse por la nueva cocina, ésa que rompe la estructura
clásica de los platos, que plantea entrantes y postres imposibles, mezclando lo dulce con lo salado
y le pone a todo unos nombres elaboradísimos como “crocante de soja sobre base
de coliflor confitada con reducción de tomate verde y albahaca”. La cosa rozó el disparate un día que la llevó
a comer a un restaurante considerado el máximo exponente de la nouvelle cuisine y cuya carta estaba
llena de metáforas propias de la poesía barroca que poco revelaban sobre el
verdadero contenido del plato. Alejo pidió de entrada una “alegoría del atardecer laminado, engalanado con esencias de lágrimas
rojas de primavera” que resultó ser un carpaccio de ternera con
cerezas confitadas. Estaba bueno, pero, comentó Leonora no sin cierta ironía, a
lo mejor un nombre más sencillo, más directo, habría transmitido mejor la
información necesaria para que el comensal se hiciera una idea más sobre el
contenido que sobre el aspecto del plato.
En suma, llamar a las cosas por su nombre. Al fin y al cabo se trataba de
comida y no de una representación teatral ni de la presentación de un libro de
poemas. Aquello dio lugar a una larga discusión en la que Alejo poco menos que
la trató de hereje y dejó claro que él no pretendía sólo saciar el hambre con
sus creaciones, sino también alimentar el espíritu. Otro problema de aquella
relación era que tenía que probar todo lo que él “creaba”. Leonora no vivía
sólo para su imagen, pero la aterraba la idea de acumular kilos. Empezó a distanciarse
un poco. Salía a correr mientras él seguía en casa cocinando. Al volver siempre
se encontraba con platos elaboradísimos a los que él se empeñaba en poner
nombres que aludieran a la sensación de algo. Leonora empezó a pensar que,
igual que su padre, se estaba creando un mundo ficticio que nada tenía que ver
con la cocina normal, sencilla y sabrosa que a ella le gustaba. ¿Qué diferencia
había entre esto y el entorno que habían creado sus padres y del que tanto se
había empeñado en apartarse? La relación se fue diluyendo como “un rayo de sol
en el reflejo de las hojas de arce en un estanque”, es decir como un azucarillo
en una taza de té rojo.
Después de estas dos experiencias, Leonora decidió que
le convenía pasar un tiempo sola, darse otra vez un baño de “normalidad”.
También esto merecía una reflexión. Se dio cuenta de
que la palabra “normal” era una presencia demasiado asidua en sus pensamientos
y en sus conversaciones. Viendo todo lo que había a su alrededor empezó a dudar
de su significado. En realidad, toda la gente con que se relacionaba tenía la
impresión de ser normal, lo mismo que ella. Tal vez hubiera diferentes formas
de ser normal, diferentes grados de normalidad. A lo mejor la normalidad era un
concepto un poco ambiguo…
Empezó a salir con sus amigos sólo los sábados por la
noche a tomar una copa, a comer unas tapas. A veces se reunían en casa de
alguno de ellos a festejar un cumpleaños o en la suya cuando preparaba alguna
de sus deliciosas cenas. Evitaba las salidas al cine porque en realidad las
películas que ellos veían no le interesaban demasiado. Se acostumbró a ir sola en
días de semana cuando había algo que realmente le llamaba la atención y, un
poco a hurtadillas y con cierto sentimiento de culpa, empezó a frecuentar la Filmoteca. Allí
vio un ciclo de Visconti -- Muerte en
Venecia y El gatopardo le
encantaron-- y otro de Bergman: El
séptimo círculo, El manantial de la
doncella… Aquellas películas tocaban
una cuerda muy sensible, le producían una emoción muy intensa. Claro que de aquellas
impresiones no podía hablar con nadie, eran como un pecado inconfesable e
imperdonable que debía mantener en secreto. Además del cine iba a veces a
alguna exposición o a un concierto de música clásica.
Una noche, saliendo de la Filmoteca entrevió a lo lejos
a un compañero de trabajo. Era alguien de administración con quien no había
tenido mucho trato. Se ocultó, no fuera que se enteraran los demás de que la
había visto allí. ¿Era posible que a él le gustaran las mismas películas que a
ella? Parecía una persona normal, nada en su aspecto hacía sospechar esas
aficiones. Claro que tampoco sabía nadie de lo que hacía ella los días de
semana ni de la existencia de aquellos libros y discos que mantenía cerrados
con llave en un arcón de su dormitorio.
--Una exposición muy interesante –alzó la vista y se
encontró con aquel compañero de administración al que había visto salir un día
de la Filmoteca.
--¿Tú crees? –le preguntó Nora con aire displicente.
--Por supuesto, todo lo relacionado con Leonardo me
entusiasma. Fue un verdadero genio, el prototipo del hombre del Renacimiento –Leonora
se quedó boquiabierta. Lo decía así, con toda naturalidad, sin pensar que
podían oírlo--. Soy Darío Fuentes, de administración. Nunca nos han presentado.
--Nora –respondió ella--. Nora Cabanillas.
--Tú trabajas en el laboratorio ¿no?
--Sí. Llevo aquí un par de años.
--Te conocía de vista. Incluso te he visto alguna vez
en el cine Dorée --Leonora miró a su alrededor. ¿Lo habría oído alguien?--. Si
te interesa la exposición, podríamos ir juntos.
Nora se lo quedó mirando. Era guapo, con el pelo
castaño un poco largo y una perilla que le daba un aspecto de héroe romántico.
--¿Por qué no? –respondió.
--Hecho, entonces. ¿Qué te parece mañana?
Al día siguiente se encontraron ante la verja de la Biblioteca Nacional.
A lo largo de la exposición él no dejaba de hacer comentarios interesantes que
reflejaban un conocimiento profundo de la obra de Leonardo. Le contó que había
hecho la carrera de Historia del Arte y después un MBA para poder ganarse la
vida. Sin embargo, lo que realmente le interesaba era el arte. Aquello le
produjo a Leonora una especie de vértigo. Cuando salieron fueron a tomar algo mientras
hablaban de las películas que habían visto últimamente, de cosas de las que
ella no había hablado nunca con ninguno de sus amigos. A Leonora le gustaba
aquello, sentía que podía hablar sin miedo, sin necesidad de ocultar nada, pero
también tenía ciertos reparos. Era como entrar otra vez en el Renacimiento por
una puerta fañsa, dejarse invadir otra vez por aquella atmósfera turbadora y
decadente. Se imaginaba a Darío viviendo entre cornucopias doradas y estucos y aquello
le producía una extraña desazón.
Darío le pidió su número de teléfono y también le dio
el suyo. Al día siguiente, lo evitó en el comedor, no fuera a comentar algo
sobre la exposición delante de todo el mundo. Por la noche sonó el móvil. Era él.
--¿Quieres ir mañana a un concierto en la Fundación Juan March? Un grupo
de cámara toca música de Corelli.
--Vale –dijo tras un breve titubeo--. Nos vemos allí.
¿A qué hora?
Se encontraron un rato antes para tomar un café. Durante
la charla, se enteró de que sus padres, unos
enamorados del arte antiguo, le habían puesto Darío por el rey persa del mismo
nombre. Su padre había sido director del museo arqueológico y en su casa
siempre se había fomentado el gusto por las artes en general.
El concierto fue precioso y los dos disfrutaron mucho.
Leonora se iba sintiendo cada vez más cómoda al lado de este hombre. Cuando le
dijo que ese viernes cumplía treinta años –ah, tenía cuatro más que ella-- no
lo dudó un instante y lo invitó a cenar en su casa prometiéndole que le
prepararía algo especial. Él aceptó y se marchó con la promesa de llevar el
vino.
El viernes preparó humus y babaganoush --un paté de berenjenas de origen oriental-- para untar
sobre tostadas crujientes, recién hechas, y después una carne asada con guarnición
de verduras a la plancha. El postre fue un crocante de manzana con caramelo
sobre fondo de natillas. Darío quedó encantado con la comida que acompañaron
con una botella de cava brut. Mientras comían estuvieron escuchando música
barroca a la que Leonora finalmente había liberado de su prolongado encierro.
--Me gusta tu casa –le dijo él--. Es sencilla,
acogedora y alegre. Tiene un aire muy fresco, igual que tú --aquello le sonó a
gloria a Leonora. Le hizo sentir que había conseguido transmitir la imagen que
pretendía dar--. Y dime ¿a ti por qué te
llamaron Nora?
--En realidad me llamo Leonora –casi le salió sin
pensarlo--. Mi padre me puso ese nombre como si fuera la heroína de una de sus
novelas.
--Leonora… pues es un nombre precioso. Creo que voy a
llamarte así.
--Vale –respondió después de una breve vacilación.
--¿O sea que tu padre es escritor?
--Sí, pero eso ya te lo contaré otro día.
Se acercó a él y lo besó. Fue una audacia a la que no estaba
acostumbrada. Algo que la sorprendió muchísimo. Él la abrazó y la besó
apasionadamente. Acabaron haciendo el amor arrullados por la música de Bach y eso,
a Leonora, le pareció lo más normal del mundo.